Los sindicatos nacieron para ser la voz libre de los trabajadores frente al poder. Sin embargo, en España esa independencia se ha diluido. Hoy CCOO y UGT funcionan más como socios del Gobierno que como defensores de la clase obrera.

La razón es sencilla: dependen de las subvenciones públicas. Entre 2020 y 2024, UGT recibió más de 202 millones de euros y CCOO más de 179 millones. Con semejante financiación garantizada, ¿quién puede creer que se atreverán a enfrentarse con firmeza al Ejecutivo?

Ya no viven de las cuotas de sus afiliados, sino del dinero de todos los contribuyentes. Y así, cuando el Gobierno necesita apoyos para medidas como la reducción de jornada, ahí están los sindicatos, dispuestos a respaldar lo que haga falta. No se mueven por convicción, sino por interés.

El problema es que esta connivencia ha vaciado de credibilidad al sindicalismo. Muchos trabajadores ya no se sienten representados. Han dejado de ser instrumentos de presión social para convertirse en piezas de la maquinaria política.

Un sindicato subvencionado no defiende al obrero, defiende al poder que le paga.

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